Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes.
Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad,
y vestidos con la coraza de justicia,
y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz.
(Efesios 6)
Esas son nuestras armas y no otras, A los que dicen que somos raros, les diremos que esas que cito son nuestras armas. Creo que no hay para hacer ningún reproche, y sí en cambio alabanza y adhesión.
Nuestro grito no es belicoso contra persona alguna, sino apaciguador de almas, aunque constriñe a todos y cada uno de los que en cualquier lugar invocan el nombre de Cristo de corazón y en plena certidumbre de fe.
Es sin duda la soledad, elegida con propósito, la mejor amiga del creyente y secuela natural si anda rectamente por los caminos del Señor. Reconocemos que la soledad (tal como nosotros la entendemos) no es del agrado del hombre natural, que gusta de relacionarse con la mayor cantidad de gente posible, en el bullicio y la estridencia.
Esto último, significa más posibilidades para el perdido de aprovechar las oportunidades de buscar fortuna, favores, y otras ventajas que se desprenden de tener muchos lugares adonde acudir en caso de necesidad o conveniencia.
Pero no vemos obrar así a Jesús en su vida terrenal. Para que Dios hable a nuestros corazones, desprendámonos de testigos. “Un cara a cara con el Dios todopoderoso, requiere una atención absoluta”. (Notas de un cartujo)
Cualquier otra actitud ante Él, es aborrecible. Dios ama el recogimiento y la atención total, así como nosotros deseamos que Él nos escuche y también poder oírle. ¿Cómo vamos a prestar oídos?
No podemos oír sumergidos en un mundo que es bullicioso y esperpéntico. Clamemos en estas horas cruciales y decisivas, pero escuchemos también a quién queremos, y tanto necesitamos que nos escuche.
Cuando los moabitas y amonitas, sirios, y mucha multitud en gran número se dirigieron para destruir a Israel, Josafat el rey inclinó su rostro en tierra y oró, recibiendo la promesa de Dios por su fe y su confianza.
El rey no esperó a que se realizaran los prodigios prometidos para salvarles, sino que procedió sin demora, considerando en su confianza que aquello estaba ya hecho (y lo estaba). Sin vacilar, y comprometiendo a todo el pueblo con él como su rey.
Dice así la Escritura , que recomendamos sea leída en todo este capítulo. No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios. Mañana descenderéis contra ellos; he aquí que ellos subirán por la cuesta de Sis, y los hallaréis junto al arroyo, antes del desierto de Jeruel.
No habrá para qué peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Yahvé con vosotros. ¡Oh Judá y Jerusalén! no temáis ni desmayéis; salid mañana contra ellos, porque Dios estará con vosotros. (2 Crónicas 20:17)